lunes, 28 de abril de 2014

Un ángel y un demonio


Quien diría que alguna vez terminaría yo confesando lo que hasta el día de hoy permaneció tanto tiempo oculto en mi corazón como una historia urbana, como un mito irreal y cuento típico.

Viernes 24 de febrero del 2011, salgo como de costumbre del trabajo rumbo a casa, algo apurada e insegura, pero llevando mis veintiún años bien puestos en cada centímetro de mi cuerpo, dejando algo de viento caer sobre mis cabellos y muy consciente de que tan solo el caminar, mirar y sonreír de tal o cual forma podría cautivar hasta al más despistado en medio de la calle.

De repente, ahí en medio de mi camino irrumpe él. con 1.78 de estatura me lleva al menos poco más de media cabeza. Sus impactantes ojos caramelo y algo de canas en su castaña cabellera me deslumbran de inmediato. Debe tener ya unos treinta y seis años, pero vaya a ver el cuerpo bien definido que aún deja ver a través de su polo ceñido y aquel jean que le queda como pintado.

Con qué cara me habrá visto que me parece que sonrió. Espero tan solo no haber estado todo el tiempo con la boca abierta puesto que recuerdo luego haberla cerrado. De pronto él me quitó protagonismo y todo el glamour que yo daba en cada paso se opacó, perdí noción de mi desfile en pasarela para quedar como la más estúpida ante aquel semidios en plena calle miraflorina.

Al pasar junto a mí me dejó inmóvil en medio de la vereda, ese perfume era demasiado intenso para no sentir algo en mi cuerpo.  Me hizo desearlo por completo. Definitivamente sabía él lo que hacía. Y no lo dudó dos veces:

- Disculpa, sabes si por aquí hay un banco. – me dijo tocándome el hombro.

Definitivamente me causó sorpresa. Le sonreí y le dije:

- Claro, yo te llevo.

Lo que ocurrió después fue tan simple como una película de amor: Nos presentamos mutuamente. Juan Ignacio era pintor, y al rato estaba él mostrándome sus trabajos en su mismo departamento en plena calle conocida de Miraflores. Pintaba demonios, algunos muy bellos y otros muy tétricos. No fue difícil darme cuenta de su estrategia, esa del banco parecía nunca fallarle. Había una agencia a solo dos cuadras de donde vivía en la misma calle en la que lo encontré.

Ese día me hizo suya, y fue un momento único y especial. Nunca nadie antes me había besado de aquella forma, nunca nadie después hizo el amor conmigo de la manera como él lo hizo. Ese día me enamoré en un segundo de su misteriosa belleza y perfección. Ese día terminó por confesarme su terrible secreto.

Cómo imaginar que partiría aquella noche para siempre o que su no casual encuentro fue premeditado y tenía un fin en sí mismo. Cómo imaginar que era yo la elegida y aquel encuentro sexual irresponsable con un desconocido significaría el nacimiento de  un nuevo ser que traería cambios en este mundo.

Juan Ignacio me confesó que en realidad era un demonio, cosa que no creí hasta que me reveló su verdadera forma ahí en medio de su cuarto. Era un ente fascinante y hermoso con alas de fuego y aura de colores violáceos y oscuros. Solo unos segundos de demostración bastaron para dejarme petrificadas y llena de pánico.  Pero al instante regresó a su perfecta anatomía y rostro salvaje y a la vez angelical. Me tomó en sus brazos y me volvió a dar un beso de aquellos como nunca nadie lo hizo o lo hará jamás. Me dejó sin aliento nuevamente y hasta podría decir que con su sonrisa me hizo sentir amada.

Elegida yo, según él,  por la mezcla entre inocencia, pureza, belleza y bondad de mi ser; y que quede claro que no son mis propias palabras,  ni mucho menos una falta de modestia; me lo dijo él, claro está.  Dijo que mi nombre era clave y me explicó que mis ancestros fueron ángeles que en algún tiempo se mezclaron con humanos, y que cada cuatrocientos años nacen de aquellas uniones un grupo selecto de ángeles casi puros que ignoran por completo serlo por llevar una vida humana.
Yo era precisamente una de esos descendientes, y eso entre otras cosas justificaba mucho de mi forma de ser. Nunca antes me di cuenta, pero luego de eso entendí todo.

También me explicó que de este encuentro nacería un nuevo ser, que causaría un gran cambio en la humanidad. Me dijo que por muchos siglos él y su especie lo habían intentado, pero todos  fueron interrumpidos por obra y gracia de algunos muy cautelosos ángeles.

Dijo que regresaría por mi bebé en nueve meses, y me regaló una cadenita. Luego desapareció y no recordé más puesto que aparecí en mi propia cama, en la comodidad de mi casa. Que si fue un sueño… quizás… solo que al despertar traía dicha cadenita y sentía aún su olor sobre mí.

Pasé muchas veces por el edificio a donde me llevó pero no recuerdo el número del departamento y no creí necesario tocar cada uno para poder descubrir quién vivía ahí.

Muchas veces lo volví a ver en sueños, pero conforme pasó el tiempo dejó de visitarme.

Cincuenta y cinco años han pasado desde aquel día, hoy que soy una anciana solo puedo guardar el secreto,  ni mi único hijo ni mis nietos supieron jamás de él. Aparte de creerme loca no sé qué más pensarían.

Ahora no sé qué castigo me espera si es que los demonios castigan o qué premio, por el contrario, si es que los ángeles premian. Solo sé que sea donde sea que esté Juan Ignacio, el más bello de todos los demonios, nunca volvió a intentar elegir ángeles terrenales para cometer su plan de cambio, puesto que nunca vi aquel cambio del que en esa oportunidad me habló. Y es que a lo mejor los mismos demonios decidieron no volver a confiar jamás en una humana, ya que recuerdan que una vez, una mujer los engañó de la forma más cruel. Desde luego, atrás quedó todo ese rollo de la inocencia, pureza y bondad de la que él me hablaba. Fue tan solo una falsa percepción del pobre ingenuo, aquel quien me prejuzgó tan solo por mi apariencia. 

El niño no nació ni nacería, ya que por más que fue irresponsable de mi parte tener relaciones sin protección con aquel demonio tan bello como un dios griego, algo tenía muy presente en mi activa vida sexual: usar anticonceptivos para no quedar embarazada tan joven. 

Pequeño detalle que olvidó preguntarme Juan Ignacio antes de decidir, por sí mismo,  sembrar su semillita en mí.


Angélica.